«Según los textos, el unicornio se detiene cuando en el claro del bosque halla sentada a una muchacha. Entonces, manso, acude a posar la cabeza en su regazo, y duerme. Sólo en ese momento duerme. Lleva acaso décadas sin dormir, vigilante, vagabundo. Un vez adormecido en el regazo de la muchacha, esta se duerme también, por efecto del aroma del ciervo.
(…)
Las calles estaban desiertas. En la plaza, bajo los soportales, tres tertulianos se habían quedado dormidos debajo del farol de la puerta del palacio episcopal. Un perro que perseguía a un gato, se quedó dormido en la carrera, y el felino se durmió también al entrar por la gatera de la puerta de la Taberna del Pelado, sólo la cabeza dentro, y el cuerpo fuera. ¡Algo que podemos llamar prodigio se aproximaba! Yo seguí a la muchacha, que ahora había echado a correr por la calle de la Virreina. Entró en la alameda y se dirigió al palco de la música. Subió las escaleras y se detuvo en el centro del quiosco, cruzando las manos sobre el pecho. Yo la veía perfectamente porque el halo de la cabeza se había extendido por todo su cuerpo. Ahora estaba sentada en el tabladillo al que sube el director de la banda en los conciertos. Tenía abiertos los brazos, las manos palma arriba, a la altura de las rodillas. Se escuchaba latir su corazón, como si alguien hiciese sonar un pequeño gong de plata. Puedo decir que la niña tomaba la forma de la luna, era como si la luna hubiese entrado en el quiosco y se hubiese posado en el tabladillo del director.
(…)
Atendía yo a los cambios de luz, que podían ser significativos cuando el ciervo salido de la oscuridad saltó la baranda del quiosco, y aterrizó ante la muchacha. Era unicornio. Yo veía el erguido, luminoso cuerno, blanco, rematado en una afilada punta marrón. Según los tratados, debería hacer tres reverencias antes de tocar con el hocico la falda de la niña. ¡Las hizo! Y apoyando la cabeza en el regazo, cerró los ojos y se durmió. La chica cruzó los brazos sobre el cuello del cérvido, y se durmió a su vez. Como es sabido, ambos tienen el mismo sueño, con la diferencia de que la muchacha se ve en él en figura de ciervo, y el unicornio se ve en figura humana. Se encuentran bebiendo a un tiempo en el remanso de un río, y las imágenes de ambos, reflejadas en el agua gracias a la luz propicia del menguante, se unen en una sola. En ese momento se acaba el sueño y ambos despiertan a la vez. El unicornio se levantó de manos, y pareció intentar herir con su cuerno la luna. Bramó, como el corzo en celo en el bosque y saltó la baranda del quiosco, camino de la noche. La niña había perdido su esplendidez y su halo, y corría ahora hacia su casa, pero no por mucho tiempo.»
El año del cometa, A. Cunqueiro