Hay muchos cuentos en lo tradicional donde dos (o más) mujeres hablan de sus amantes. En una fabliaux medieval tres mujeres encuentran un anillo y proponen una competición para ganarlo: aquella que cuente la mejor manera de engañar a su chico se lo quedará. En Las mil y una noches, las dos esposas de un hombre viejo hablan de los amantes que se han echado, una un chico joven y la otra un hombretón “con barba”, y comparan sus prestaciones para con ellas. Esta tradición se reinventa en nuestros chistes actuales. En este caso tres personas de diferentes oficios (un artista, un funcionario y un científico) discuten sobre si es mejor convivir con una amante o una esposa:
-Evidentemente una amante –afirma con convicción el artista-, una relación huracanada, donde no sabes qué pasará cada día. Un amor finito en su infinitud, intenso y que reviva cada vez, como el fénix, de sus cenizas.
-No sabes lo que dices –replica el funcionario-. Lo ideal es un matrimonio: una mujer que sabes que siempre estará ahí, con la que sentir seguridad y dar seguridad, hacer juntos planes a largo plazo, una vida deslizada…
-Bah, pamplinas, no tenéis ni idea –dice de repente el científico- Lo mejor es estar con las dos: así una siempre piensa que estás con la otra y puedes dedicarte tranquilamente a trabajar en el laboratorio.
Esa era mi situación hace más de diez años: me debatía entre dos aguas, dos amores: la ciencia y el arte narrativo. Andaba saltando de un laboratorio a otro, cuando por fin, en 2004, conseguí una beca para un doctorado sobre estructura de proteínas en la Universidad de Salamanca.
-¿Qué cualidad tienes?- me preguntó mi futuro director de tesis al entrevistarme.
-Suelo tener suerte: siempre caigo de pie.
Trabajé mucho en aquel laboratorio durante dos años, mientras mantenía salidas a contar a diversos lugares, y entonces un día decidí que debería dejar de contar de una vez para sentar la cabeza y dedicarme de pleno a la ciencia y la cristalografía de proteínas. Al fin y al cabo ya tenía 28 años y era eso lo que se esperaba de mí. Entonces sucedió algo: mi jefe me gritó un día. Se enfadó conmigo porque andaba despistado, y aún salía a actuar por ahí y me marcó la línea roja sin marcarla. Y yo, que nunca he llevado bien la autoridad, de repente me desperté. Las personas que más me quieren trataron de disuadirme, pero no hubo caso: me despojé sin apenas pesar de todo lo que llevaba encima: el trabajo realizado, el sueldo más o menos fijo, los estudios, la seguridad, la proyección, la carrera científica, todo fuera, para salir al gran exterior, a la incertidumbre de vivir del cuento, para ser yo mismo.
No ha sido fácil, pero aquí estoy, dando gracias cada día por aquella ensalada de gritos. Y de eso, este mes de febrero de 2016, hace exactamente diez años.
2 respuestas
Felicidades Maestro.
Escogiste el camino menos transitado, y eso hizo toda la diferencia.
Un abrazo
Enhorabuena por tan valiente decision, el tiempo ha demostrado que era la correcta