(Me encargaron desde la Fundación Botín de Santander que escribiera para celebrar el día del teatro, y escribí este cuentito… el texto fue interpretado por la actriz María Hervás el martes 26 de febrero de 2019)
En la Córdoba feliz de los Omeyas, hubo una vez una mujer llamada Wallada. Hija del califa y de una esclava, Wallada fue la más pelirroja de las princesas árabes, y, además, era poeta, viviendo entre versos, pasiones y tertulias. Wallada, os decía, fue una vez a la aljama de Córdoba y allí vio a dos mercaderes norteños que hablaban riéndose, y dijeron una palabra desconocida para ella: “teatro”.
Los árabes no tienen teatro. En las cinco mil páginas de «Las mil y una noches» no se cita el teatro ni una sola vez, ni aparecen las palabras actor o actriz. Por eso, Wallada, al escuchar a los mercaderes quedó sorprendida por la palabra extraña: “Teatro… ¿qué será eso de teatro?”.
Wallada con esa palabra en la cabeza, se reunía en tertulia con otros poetas. Ibn Zaydun, su enamorado, al que una vez llamó “hexágono” por razones que no vienen al caso, le contó una historia sobre el mar. Un cuento chino, le dijo, de esos que se escurren a través de los dedos, que no se entienden si no como espejos, que uno ve cada vez de una manera diferente. Contó Ibn Zaydun, mientras ella jugueteaba con su barba negra:
“Dicen los chinos que hubo un pez que se alejo de su familia y nadó hasta la bahía. Allí asomó la cabeza y pudo escuchar a dos hombres hablar de una sustancia maravillosa llamada agua. El pez, con el interrogante entre las branquias, regresó aleteando a su gente, que, al verlo llegar tan inquieto, le preguntaron, y el pez les contó. Nadie sabía qué era esa cosa extraordinaria llamada agua, así que el pez, respondiendo a la aventura, se dispuso a marchar para encontrar aquello tan sorprendente. Su gente lo despidió entre fiesta y ceremonia, y lo vieron perderse entre los azules.
Pasa el tiempo largo y el pez no regresa. Ya lo daban por muerto cuando lo vieron venir, por fin, un día, encanecido, viejo y torpe. Lo vieron llegar y le preguntaron si había encontrado aquello llamado “agua”. El pez los miró a todos con ojos lentos y le dijo, que sí, que lo había encontrado. ¿Y bien? Dijeron los otros… Y el pez respondió: no puedo… si os digo lo que he encontrado, no me vais a creer… y se dio la vuelta, y se marchó para siempre.”
Las palabras nos asedian, sobre todo las que desconocemos, nos asaltan de súbito como un rayo y ya necesitamos saber. Podemos imaginar a Wallada regresando a casa nocturna, con la palabra encendida en la sien. Wallada es un personaje real, histórico. Juguemos. Hagamos de ella por un rato un personaje del universo mágico de «Las mil y una noches», e imaginemos que esa misma noche, en su casa, encuentra un anillo o una lámpara de aceite, que la frota, y que del anillo o de la lámpara brota un humo que se dilata antropomórfico, hasta dibujar la silueta de un efrit, de un genio, de los fieles a Salomón, y que después de la zalema, se inclina ante Wallada para agradecerle su liberación, y cumplir con la promesa que hizo hace 1000 años de conceder un deseo a quien lo liberase. Y Wallada habla al fin, y dice que su deseo más acuciante es saber que es “teatro”. Y el genio asiente, y se agacha, e invita a Wallada a encaramarse a su espalda, y como el fantasma de las navidades pasadas, presentes y futuras, echa a volar por la ventana con ella, atravesando los mares antiguos del tiempo y del espacio, y descender en una tierra pasada de olivares, estrellada, y encontrarse Wallada de incógnito disfrazada de muchacho heleno espectador, y ver una enorme estructura semicircular de mármol, con sitiales, escaleras sin instrucciones, porque no sirven para subir, llenas de gente que mira a un centro, con una explanada también de mármol ocupada por un grupo de hombres vestidos con túnicas y máscaras, todos muy juntos y hablando con una sola voz, y ver cómo otro hombre aparece, también enmascarado, y simula arrancarse los ojos y tantear luego ciego con la manos, ante la respiración suspendida de los que miran desde los sitiales, y los gritos, y los llantos y los cabellos arrancados. “Es lo que llaman catarsis”, dice el genio en un susurro. Y Wallada asiente y con un gesto el genio la invita a subirse a él para de nuevo elevarse en un terreno discreto, y atravesar la noche y las horas, hacia delante, y llegar a un espacio circular, donde hombres vestidos de mujer son observados por otros hombres y mujeres, y agitan un mar de tela mientras llueve lo que parece ser una tempestad, y un hombre con barba y un pendiente domina el escenario desde lejos, sin quitarle ojo, tomando notas encaramado a un tonel. Y mira Wallada al genio y este acerca la espalda, y de nuevo echan a volar, hacia la noche y las ecuaciones, y visitar otros teatros futuros, y Valle, y “La Barraca”, y el teatro integral de Oklahoma, y por fin acabar aquí, hoy, mañana, ayer, en Madrid o en Santander, en un teatro moderno y ver Wallada incógnita a la gente toda en un ay, sentada en butacas de terciopelo rojo mirando todos en la misma dirección: un escenario con una caja negra, focos que apuntan a la figura del escenario, que es una sola: una mujer. Una mujer que dice ser Wallada, que habla con las palabras de Wallada, y ve entrar a otro hombre que dice ser su amado Ibn Zaydun, y ciertamente se le parece, aunque ella lo recordaba algo más bajito. Y al terminar la función, el genio hace señal de marchar, pero Wallada le pide que espere, y camina hacia los camerinos, y se adentra en ellos con soltura y alcanza el lugar donde la actriz se desmaquilla el kohl de los ojos, y la felicita y le pregunta: ¿cómo sabías que Wallada era así? Yo no lo sé, responde ella, juego a que soy Wallada, trato de adivinarla, pero, en realidad no lo sé. Y Wallada sonríe y sale y hace seña al genio, que vuela ahora contra la salida de sol tan rápido, que antes del alba Wallada es devuelta a su casa, entre los jacintos y el río trasnochador, y Wallada con las primeras luces del alba se mira en un espejo, se mira y ya no sabe si es Wallada o es una actriz que hace de Wallada.
El teatro es ilusión y es realidad. Si Wallada, espectadora de sí misma, no sabía si era Wallada o una actriz que hace de Wallada, yo, María Hervás, cuando me miráis, no sé si soy María Hervás o una actriz que hace de María Hervás. Basta que me miréis para hacerme dudar, porque no soy yo, ni el escenario, ni los lugares magníficos, ni los textos, ni los cuentos, ni las palabras antiguas. El teatro lo hacéis vosotros, queridos espectadores, surge de vuestra mirada. Nunca dejéis de mirar.