Un buen narrador no es necesariamente un buen formador. Sucede como en los deportes, donde la vida profesional del jugador es breve y muchos, al retirarse, pasan a ser entrenadores: el mejor entrenador no es necesariamente el que fuera mejor jugador. A veces sí, a veces no, de hecho se dice que se juega como se puede y se entrena para que se juegue como a uno le gustaría. Eso es un formador: alguien que influencia. Un buen formador es esa persona que devuelve una versión mejorada del narrador que ha pasado por sus manos. Y una versión mejorada significa un narrador más singular, mejor armado, con más recursos, con más conocimiento del oficio y de sí mismo, de sus posibilidades, de sus virtudes y sus defectos. Además de eso, el buen formador para mí debe:
Tener un método formativo, un plan, una idea, una estrategia, una serie de convicciones teóricas sobre las que cimentar un método de trabajo.
Tener capacidad pedagógica, paciencia y amor e interés por los alumnos y la enseñanza. Sin esto no se puede enseñar.
Capacidad de estudio y análisis. Sensibilidad para percibir lo que necesita el alumno en cada momento y cómo ayudarlo a mejorar.
Un rigor no exento de humildad para permitirse cambiar. Interés por lo que sucede fuera, consciencia de que el mundo cambia, de que se descubren y se proponen cosas nuevas constantemente, y de que el arte en definitiva suele vivir en un límite, en una frontera para adelantarse a decir las mismas cosas de forma novedosa, rompedora. El formador, por sus propias convicciones, es riguroso y dogmático en su enseñanza y al tiempo debe ser capaz de ver, respetar y aprovechar la continua circunstancia de cambio en la que nos movemos.
El maestro no es nadie sin el alumno, como el narrador no es nadie sin el público, por eso le debe un máximo respeto. El público busca al narrador que se adecúa a su esencia para seguirlo y disfrutarlo, y uno le gustará más que otro porque sintoniza mejor con este que con aquel. En el caso del maestro-alumno sucede lo mismo: el alumno elige el método formativo con el que armoniza, y lo sigue. Porque le divierte, porque comparte la visión del formador, porque le es útil, o un reto, o fácil, natural, aprovechable… Por mil razones que sólo el alumno sabe. Aunque el formador y el alumno no conectasen, un formador capaz siempre deja poso en un alumno, y siempre se deja sorprender por este. De ahí que se diga que un maestro es en realidad el alumno del alumno, y de ahí que se aconseje a quien tome un curso “no pensar en ir a ver qué aprendo, sino a ver qué puedo aportar”. El maestro es un guía, un “proponedor” que interpreta y juega con todo lo que sucede en una clase, y el alumno ideal es el que es capaz de sacarle jugo a todo el juego que se ha propuesto.
La humildad es la clave. La humildad es el estado perfecto para la apertura, para la disponibilidad, para ser tierra fértil donde germine la nueva experiencia. Es clave en la relación maestro-alumno, donde ambos proponen desde lo que sencillamente saben y son, y así se establece el diálogo del que ambos saldrán reforzados. Es clave para decir sencillamente la verdad. Es clave en la constatación de si la metodología funciona o no, o de que uno cree en algo y sabe que aún no ha dado con la clave, pero cree en eso y persevera no por cabezonería o por tener razón sino por la honrada convicción de que hay una verdad velada un paso más allá y la intuye, pero aún no la alcanza. Es clave para seguir impregnándose de realidad, que casi siempre matiza lo que uno pensaba, y hace que ya no piense lo mismo exactamente. Es clave para estar convencido de que la formación del formador es también continuada, y de que la perfección siempre queda lejos. Es clave para escuchar la propuesta de cada alumno, aunque parezca descabellada. Es clave para que la clase fluya. Es clave para amar el riesgo y animar al riesgo a los alumnos, y no a limitarse a recitar la lección. Es clave para cuestionarse a uno mismo con libertad si realmente está aportando algo al oficio y a las personas que pasan por sus manos o está ocupando un espacio que (ya o todavía) no le corresponde.
En definitiva el formador es un especialista, una figura normal en cualquier oficio, no sé si necesaria, pero sí natural. Ocupa un espacio lateral al del hacedor, a veces coincide que el formador también es hacedor y a veces no, ayuda al otro a comprenderse y a sacar lo mejor de sí mismo, y aporta desde el terreno de la reflexión, la investigación y la comprensión del fenómeno artístico que le ocupa. Es un desempeño que amplía los horizontes del arte al que sirve, actúa como mediador entre la sociedad y el artista a través de otro canal y, lo más importante, es una labor con vuelo que enriquece el oficio cuando se hace con el mismo rigor y la pasión que se le exigen al narrador al contar.
Héctor Urién
(Artículo publicado en la web de la Asociación de profesionales de la narración oral, AEDA. El post original puede consultarse aquí)