Hay una historia norteña de un hombre que fue a cazar el ciervo. Se llevó por error una pistola cargada por el nieto con un hueso de cereza, y al disparar, aunque acertó al ciervo, este logró huir. Al año siguiente volvió a encontrarlo, inmenso y con un cerezo en flor justo entre las cuernas… y esta vez el abuelo lo abatió. Y la abuela hizo tantas tartas de cereza que tuvieron dulzura hasta el verano.
Es curiosa esta historia porque el cerezo solo florece tímidamente en las historias de casi todo el mundo. En Las mil y una noches, las cerezas apenas aparecen dos veces en sendos jardines, y se le atribuyen propiedades curativas (Burton habla de la “artimaña” para blanquear los dientes de la cereza), aunque sabemos, por otros autores, que el mismo Simbad gustaba de entretener la tarde comiendo cerezas del cesto, quizá traídas del más lejano oriente, quizá de estrangis, porque sospecho que, en su sensualidad, en los harenes se guardaban el secreto para sí. El caso es que la cereza fue viajera, como el mismo Simbad, y, nacida en Asia Menor, hizo travesía mediterránea hasta llegar a labios de los demonios cristianos, entre los cuales, uno muy elegante y perfumado llamado Shemhazai se sabe que seducía muchachos susurrándoles al oído que las caricias de demonio son parecidas a pasar volando entre las ramas de los cerezos en flor. Y entre demonios y harenes al occidente, el cerezo hizo carrera en el Imperio del Sol Naciente, donde fue adoptado por los samuráis como símbolo de la vocación guerrera y del propósito, pues “romper la pulpa roja de la cereza para alcanzar el duro hueso es, en otros términos, realizar el sacrificio de la sangre y la carne, para llegar a la piedra angular de la persona humana”. Y entraban en batalla bajo la bandera de la flor del cerezo vuelta hacia el sol, y ornaban sus sables con racimos de cerezas, y la floración de los cerezos en la primavera era espectáculo de pago, por considerarse la belleza suprema y la más triste al mismo tiempo, pues que los cerezos floridos en el Japón son árboles estériles, y toda esa belleza es un grito de amor que nadie escucha. Aún así, se toman infusiones de flor de cerezo en los casamientos y su floración prefigura la fertilidad del arroz, como si la regalase… y es tan generoso el cerezo que su flor efímera frágil y empujada por el viento, simboliza también en el Japón una muerte ideal, ligera y sutil, como el romero solo de nuestro León Felipe. Lo último que he sabido de las cerezas es que un emperador de la XIII Dinastía fue una tarde a ver un Shakespeare que le montó una compañía de cómicos italianos y ahí aprendió tan hondo que la vida era un devenir incomprensible e ingobernable que abdicó en un sobrino segundo por parte de madre y se retiro a una casucha con huerto, donde echó los días al injerto del cerezo.
Y esto es todo. Lo curioso es que, como dice Cunqueiro, si a algo se parecen las historias es a las cerezas engarzadas en el cesto, que siempre que sacas una sacas otra. Yo traigo este mes muchos cuentos engarzados. Los que vuelan en “Las mil y una noches”, una a una, que siempre son diferentes, los doblemente encarnados y húmedos de rocío de “Amor, sexo y lo que surja”, en una sala nueva para mí: El teatro de las letras”, y los muchos, como cerecillas, que brotan de los cursos de narración. En breve… aquí los regulares, para los que ya se manejan con los racimos, y los intensivos, para empezar a sentir en la boca el sabor carnoso de las palabras intencionadas.