Empecé a dar clases de narración oral de cuentos en noviembre de 2007, en Salamanca, en un taller de teatro de barrio. El primer día de profe me sentía como cuando empecé a contar, como si alguien me agarrara la raíz del nervio para apretarla a veces y otras acariciarla. Yo no sabía muy bien qué enseñar o por dónde empezar; era un extranjero de mí mismo con una lengua casi incomprensible, tratando de transmitir mis experiencias, aún blandas, mi emoción y mis intuiciones respecto de este arte sencillo e infinito de contar cuentos de viva voz. Fue agotador y maravilloso, y apenas pude dormir en todos aquellos días.
Hay un cuento en Las mil y una noches donde la hija de un sultán se encama con un esclavo negro y vigoroso y, después de probar aquello, ya no querrá más que hacer el amor, incansablemente. A mí me sucedió algo parecido con el cuento y con la formación: ahora no quiero ni puedo dejar de contar y de compartir lo hallado. Me hace feliz investigar, encontrar, recrear, cambiar sin cambiar, proponer la búsqueda de algo hasta el hallazgo, quizá de ese algo concreto o de otra cosa, pero encontrar algo con lo que jugar durante semanas. Así, los talleres que comparto con los alumnos que acuden a mi Hector’s Studio están llenos de pequeños asombros. Y somos muy ambiciosos: no se trata sólo de aprender a contar, se trata de aprenderlo todo a través de contar. Una propuesta teórica, una propuesta de juego y una puesta en común son los ingredientes generales de cada clase, siempre nuevos o renovados, para ponerle entre todos esa pizquita de fantasía inesperada que convierte la vida en un milagro.
Y ahora empezamos, en unos días, y dejo la puerta abierta para que salga el calorcito…