“Dijo el mundo:
¡Y tú me vienes ahora, Adán, ahora que yo he perdido mi lozanía y mi juventud!”
Hadiz
En uno de sus libros, Paul Auster cuenta la historia de un muchacho normal al que un día un hombre extraño –un maestro- le dice que ha visto cualidades en él y que, si confía, le hará volar, pero volar de verdad. El muchacho, sin nada que perder, se pone en las manos del maestro y este va sacando lo mejor del chico, y haciéndolo levitar cada vez un poco más, hasta que un día se eleva definitivamente por los aires. Recorren así los teatros de los Estados Unidos de América; todo el mundo quiere ver al chico volador. Pero un mal día el muchacho no consigue despegar. El maestro le dice que vaya a visitar al médico. La revisión indica que está sano como una manzana. Entonces salen del hospital y el maestro se cala su sombrero y tiende la mano al chico:
-Bien, ha sido un placer, aquí se acabó nuestra aventura.
-¡Pero si estoy bien! –responde el chico alarmado- dice el médico que no me pasa nada.
-Por eso mismo nuestra aventura se ha acabado –ahora, el maestro-. Si el médico te hubiera encontrado algo, podríamos arreglarlo, esperar, tratarlo, pero si no hay nada, no hay nada que arreglar. Simplemente se acabó.
Y, efectivamente, el maestro tenía razón: se acabó.
Eso creía yo que me pasaba en aquel verano de 2011. Las cosas no funcionaban, el público no venía, me aburría de mis historias y me costaba ocultarlo, también me daba miedo salir de ellas. En plena crisis, dentro y fuera, recuerdo llegar a pensar: “Bueno, pues si esto es el final, es el final”. Y entonces vino la idea. Fui a ver un concierto de unos amigos en un bar, pensé que tenía que buscar la manera de actuar semanalmente, también para obligarme a buscar cuentos, pensé que tenía que buscar un motivo para justificar esa idea: actuaciones semanales, mismo narrador, diferente repertorio, y acudieron a mi cabeza Las mil y una noches. Regresé a ellas, las estudié, y pocos meses después, al febrero siguiente, que diría Sabina, estaba presentándolas en una sala turbia de Lavapiés donde había seis personas, seis, contándonos al taquillero y a mí. Y creo que dos no pagaron. La función no salió especialmente bien, pero algo se me encendió en el alma: este es el camino. Le di todo lo recaudado al taquillero, por las molestias -tampoco era mucho-, y a la semana siguiente ahí estaba con un cuento nuevo. Poco a poco la voz se fue regando, viva y virtual, amigos y amigas nuevos que se conectaron con las Noches ayudaron a la difusión y a traer público, y a los tres meses, en las faldas del verano, comenzaron a llegar los primeros llenos. Hoy, casi 6 años y 200 funciones después, no sólo siguen las Noches caminando, sino que los llenos, la vida, los amigos, los ritmos, los cuentos, se han ido asentando casi cada semana en la Taberna Alabanda de Lavapiés.
Hace poco, hablando con un amigo artista sobre esa historia de Auster que siempre tengo presente – “un día las cosas se acaban porque se acaban” -, él me hizo ver, en artistas que conocíamos ambos, que quizá un factor para que se acabe es el acomodamiento, la falta de riesgo en las propuestas, de incertidumbre, de gran exterior. Y algo de eso hay. Y las Noches son el riesgo puesto en escena. Yo he aprendido tantas cosas, he cambiado tanto contando, me siento aún en camino de ver cómo lo haré mañana. Partiendo de un enorme sufrimiento cada semana por tener que contar algo nuevo, hasta un cierto dominio de esa emoción; de los cuentos cortados “a la Sheherezade” al último experimento: cuentos cortados pero sin que se note, convirtiendo un cuento en tres, que quien se va, se va feliz por el aparente final, y quien se queda observa encantado la semana siguiente que aún queda tela que cortar de ese tapiz. Porque en las Noches se ha visto venir público de todos los tipos, desde quien lleva casi tantos martes como yo, hasta quien viene de nuevas, despistado, pasando por quien se queda un ratito, por quien a cada función semanal se trae un ligue diferente. Y todo se ve desde arriba: cómo la vida pasa, cómo la gente, los amigos, dejan de venir y a veces regresan, como aquella chica habitual que marchó a hacer una estadía científica en Boston hace un año y en la primera función de esta última temporada allí estaba, con su copa de vino, “me vuelvo mañana, pero me dejé un hueco en la agenda para venir a los cuentos, igual que vine a ver a mis amigos.” Entonces me di cuenta de que tanto tiempo y tanta rutina han convertido las Noches en casa para muchos, donde convive lo nuevo con lo acogedor de los viejos caminos.
Artísticamente, lo especial ha sido el vértigo de la novedad a la fuerza, y los cambios sutiles que se van introduciendo en mi propia forma de contar y de abordar las Noches, que hacen que nadie se aburra y que cada vez los cuentos suenen diferentes, aunque siempre sean árabes y populares. Siempre cuento algo antes ya contado o actual para fijar la sesión, al público y mi propio ánimo, y es a mitad del espectáculo o al final cuando surge la Noche correspondiente. De las historias mejores se han nutrido los otros espectáculos fijos, hijos naturales o adoptivos de las Noches: “Catálogo de soluciones para librarse de hombres inadecuados”, “Mentiras de pescadores”, “Esperanzas” o las “Instrucciones para volar en alfombra mágica”.
Ha sido una enorme alegría compartir con el dispuesto público madrileño todas estas aventuras, igual que lo ha sido descubrir las historias de cada cual (si Las mil y una noches son las infinitas historias de sus moradores de ficción, mis Noches confluyen en las miles de vidas que han pasado por mi voz). ¡Quién me iba a decir a mí en aquel frío 2011 que parecía el fin del mundo que tras la colina venían por delante 200 Noches, unos 8 días contados sin parar si se ponen uno detrás de otro, unos 7000 espectadores! Y siguiendo, siguiendo, siguiendo… mientras el cuerpo aguante.